Todo lo que una persona puede imaginar, otros pueden hacerlo realidad.


Entre la última cucharada de arroz con leche -poca canela, una lástima- y los besos antes de subir a acostarse, llamó la campanilla en la pieza del teléfono e Isabel se quedó remoloneando hasta que Inés vino de atender y dijo algo al oído de su madre.

Bestiario

Julio Cortázar
26 de agosto de 2014, centenario de su nacimiento.

sábado, 8 de septiembre de 2018

New York I


Dejé atrás el inmenso laberinto de la estación de Canal Street satisfecho por haber dado con la salida que buscaba.
Subí las escaleras rodeado de gente que me empujaba a la superficie. No tenía ningún apuro, seguía excitado pero mi nivel de adrenalina había descendido considerablemente durante el breve trayecto de metro.
Ya era de noche y caía una tenue pero persistente llovizna. Me detuve un instante en la esquina, comprobando que mi memoria funcionaba a la perfección, mientras levantaba el cuello y abrochaba los botones de mi abrigo.
Cuando la luz del semáforo colgado de un farola me lo permitió comencé a cruzar West Broadway, vi el coche patrulla de la policía parado en la esquina de la Sexta Avenida e instintivamente detuve mi marcha. En realidad fueron apenas dos segundos de inmovilidad, pero fueron suficientes para que mi mente hiciera un repaso de los acontecimientos vividos aquella tarde. De pronto reaccioné y reanudé el paso.
Mi objetivo era el Nancy Whiskey Pub, en el 1 de la calle Lispenard, un local que ocupa los bajos y el primer piso de un pequeño edificio de tres plantas, con sus típicas escaleras de incendio en el frente.
Me paré debajo de uno de sus toldos verdes, justo a 2 metros del coche de la policía y encendí un cigarrillo, sonriendo al agente que sentado al volante me hizo una seña con la cabeza que interpreté como un saludo. Mientras fumaba miraba el enorme edificio de enfrente con sus infinitos ladrillos rojos e incontables ventanales, no fui capaz de calcular su altura.
Entré al bar y me acomodé en el único lugar posible de la barra. El bullicio dentro era enorme y a la vez agradable, el local estaba repleto de gente diversa, en general joven, que no reparó en mi presencia. Es precisamente lo que me gustaba de ese sitio, pasar desapercibido.
En el equipo de música sonaba Secret, de One Republic, lo que me pareció muy apropiado, Nueva York y yo compartíamos un secreto a partir de hoy.
Cuando la camarera se acercó y me preguntó que quería tomar, pedí un Stolichnaya doble con hielo. Era justo lo que necesitaba para completar un día glorioso, un buen vodka en un lugar agradable donde pasar un rato pensando en lo bien que habían salido las cosas.
Era temprano, tal vez comería un hamburguesa allí mismo antes de regresar al hotel y preparar las valijas para el regreso.
Había pasado cinco maravillosos días en Nueva York y no sabía cuando volvería, la prudencia indicaba que sería mejor dejar pasar algunos años antes de regresar aquí.
Había recorrido Manhattan casi por completo, a pié, en metro, taxi y autobús.
El Soho, los Villages, el Lower, el Uper, Chelsea, Murray Hill, el distrito de los teatros, El Midtown, llegué hasta Washington Heights.
Caminé por Chinatown, probé decenas de pizzas en Little Italy, visite el MOMA en la 53 y disfruté del sol de primavera en Central Park.
Busqué y busqué el lugar ideal.
Y lo encontré!
Muchos turistas recorren ciudades del mundo tratando de reconocer lugares donde se filmaron escenas de películas famosas, que por alguna razón quedaron en su memoria.
Mi plan turístico es parecido, tiene que ver con películas y series de televisión.
Las que siempre me gustaron fueron las policiales.
Tomé muchos riesgos, pero ha valido la pena.
He cometido mi primer asesinato, y que mejor escenario que un siniestro y obscuro callejón de Nueva York para comenzar.

Víctor M. Litke, Madrid 2012

viernes, 30 de enero de 2015

La Gargouille

Hace tiempo ya que no puedo mirarme la espalda, y no hablo de utilizar ningún juego de espejos, no.
En una época podía girar fácilmente mi astada cabeza ciento ochenta grados o más.
De esa forma pude ver como crecían las crestas a lo largo de mi columna, rematadas con un metro de grácil y flexible cola.
Ya no recuerdo cómo y cuándo perdí ésa y mis otras habilidades y me transformé en una gárgola que, inmóvil, vomita  agua de lluvia adornando la fachada de esta catedral.


Víctor M. Litke, Madrid enero de 2015

martes, 5 de agosto de 2014

Óxido de hidrógeno

Andaba yo medio cabizbajo con mis quince años recién cumplidos, angustiado por la estrechez económica que soportaba la familia y por otros temas propios de la adolescencia.
Atravesaba una etapa de planteamientos filosóficos acerca de mi existencia, mis orígenes, mi presente y mi futuro.

Somos lo que determina nuestra memoria genética, una fórmula química, una combinación de elementos influenciados y condicionados por el entorno donde nos toca actuar y desarrollarnos.
Todos compartimos un destino final inevitable, desconocido, como desconocido es lo que pasará mañana, dentro de una hora o de un minuto.
Materia que se transforma.

Somos el efecto de una causa que es consecuencia de otra, una constante que a la vez es variable.
Un orden, un caos.
Y en el medio, sentimientos, sueños y aspiraciones, aquello que nos obliga a cumplir con nuestro ciclo vital de la mejor forma posible, casi nunca como lo sentimos, casi nunca como lo soñamos y sin conseguir todo lo que anhelamos. Simplemente como podemos.
¿Cuánto peso tiene en el ciclo de la vida nuestro yo, y cuánto peso tiene nuestra circunstancia?

Todos los organismos vivos son, similares en esencia. Las circunstancias, el entorno determina y condiciona la evolución de cada especie, la vida de cada individuo, y hasta las características de su muerte.

Un hombre nace por la unión de dos células, cargadas con la información química que determina sus características físicas. Desde su misma gestación hasta su muerte, su desarrollo estará condicionado por el entorno en donde le toque vivir.

Así dos individuos, con características muy similares, o casi iguales, nacidos en entornos parecidos, pueden tener destinos opuestos.

El simple hecho de nacer de un lado u otro de una frontera marcará su existencia, podrá tener mayores o menores posibilidades de satisfacer sus necesidades, mayor o menor bienestar, se le impondrá una u otra religión, tendrá amigos o enemigos; adoptará como propia una cultura y unos valores heredados, elegirá lo que otros han determinado que elija.

Pero todos somos iguales en esencia. Por más que nos denominen de distintas formas.

La vida, la naturaleza, nos muestra miles de ejemplos.

Veamos el caso de un compuesto simple, inorgánico, la unión química de dos elementos, un átomo de Oxígeno y dos de Hidrógeno, creado exactamente igual a todos los que lo rodean, a los que está temporalmente unido.
Puede estar presente en casi todo proceso natural, su cambiante destino lo transporta a rincones del cielo y de la tierra que nadie visitó jamás.
Puede ser amado y odiado, pueden rogar por su presencia tanto como maldecirla. A lo largo de su existencia puede ser transformado una y mil veces.

Puede haber formado parte del entorno más bello de la tierra, haber soportado las condiciones más rigurosas y ser parte de ellas.

Puede que luego de una larga travesía haya llegado como parte de una persistente lluvia a una ciudad que la esperaba con ansiedad, puede que le haya tocado en suerte ser parte de un charco formado sobre el pavimento de una estrecha calle, con pocas posibilidades de escurrirse al subsuelo y sin que la alcancen los rayos del sol que permitan su evaporación.
Puede que los habitantes de esta ciudad tengan la costumbre de aliviar sus necesidades de micción en donde les apetezca, y ese rincón oscuro de esa calle les parezca el sitio ideal para hacerlo.
Puede que como consecuencia de esto, el charco se haga cada vez más grande y las posibilidades de un cambio de estado o situación disminuyan proporcionalmente.

Así que, ahí está, el entorno condiciona su existencia.

Este compuesto inorgánico pudo haber sido tratado solemnemente como una molécula de óxido de hidrógeno en un importante laboratorio, pero le ha tocado ser simplemente una molécula de agua en medio de un charco sucio y meado.

Víctor M. Litke, Madrid 2014


martes, 17 de septiembre de 2013

El Asesor de Regalos

La tarde calurosa de mediados de septiembre no invitaba a excesivos desplazamientos por la calle, por lo que la opción de un centro comercial le pareció lo más acertado.
Eligió uno de los más grandes de la ciudad, calculando que las posibilidades de encontrar el regalo apropiado para la ocasión serían proporcionales a la cantidad de tiendas que había en ese lugar.
Nunca le resultó difícil elegir un regalo para ella, conocía perfectamente sus gustos y preferencias, pero hoy no parecía estar centrado y cuando entró al centro comercial, no tenía la menor idea de lo que estaba buscando.
Pensó que encontraría la inspiración recorriendo las tiendas, aunque seguramente emplearía más tiempo de lo habitual en decidirse.

No conocía bien ese lugar, solo había ido allí un par de veces. Comenzó a caminar por un gran pasillo semicircular sembrado de tiendas de moda, joyerías y perfumerías, deteniéndose en cada vidriera. Sin decidirse.

No debía ser un regalo cualquiera, treinta años de matrimonio merecía algo especial.

Las luces de los escaparates multiplicada por el reflejo en el suelo y las paredes de granito brillante, la gente, el griterío del lugar comenzaban a marearle.
Tres horas más tarde estaba por darse por vencido, no encontraba nada que le convenciera, y de pronto le sorprendió un pequeño cartel indicativo, colgando por encima de su cabeza, que señalaba la ubicación del “Asesor de Regalos”.

Debió caminar unos cuantos metros más, pasar por delante de los ascensores, las escaleras y los servicios, el pasillo se estrechaba y la iluminación disminuía considerablemente. Dudó, volvió sobre sus pasos para corroborar que se dirigía al lugar correcto.

Confirmada la dirección de su destino, volvió al claustrofóbico pasillo, sin tiendas, ni carteles de publicidad. Justo cuando una pared anunciaba el fin del recorrido, divisó un pequeño escritorio iluminado por una tenue luz que aportaba un lámpara de mesa. Además de la lámpara, el único elemento que había sobre el escritorio era un cartelito verde, que con letras blancas indicaba que se encontraba frente al Asesor de Regalos.
Todo el conjunto era muy espartano, despojado de todo lujo y pompa. Desentonado totalmente con el resto de lugar.
Sumergido en la semipenumbra un hombre de cabellos blancos y espesa barba esperaba sentado en una –aparentemente incómoda- silla de madera.

Al acercarse, el hombre lo invitó a sentarse, entonces reparó en que había otra silla disponible frente al escritorio.

Su saludo sonó cansado y escéptico, apartó la silla y dejó caer pesadamente su cuerpo al sentarse, y apoyándose con los codos sobre la mesa, se inclinó para expresar su consulta.

El hombre se anticipó a sus palabras y con un tono suave y cordial dijo:

-“No encuentra el regalo apropiado, no se preocupe, estoy aquí para ayudarlo a decidir. Cuénteme para quién es y el motivo del regalo”

-“Estoy buscando algo especial para mi esposa, cumplimos treinta años de casados”, respondió esperanzado.”

-“Permítame que le haga algunas preguntas que me ayuden a recomendarle el mejor presente.”, dijo el Asesor sacando una carpeta del único cajón del escritorio de donde seleccionó un formulario impreso.

El accedió con un ademán de su cabeza y abriendo las dos manos como gesto de resignada aprobación.

El hombre leyó pausadamente todas las preguntas del papel, no dando espacio a las respuestas hasta terminar el listado, entonces volvió a guardarlo en la carpeta y a ésta en el cajón de donde la había sacado. Mirándolo con expresión inquisitiva se dispuso a escucharlo.

-“No creo que tengamos el tiempo necesario para que pueda responder este cuestionario antes que cierre el centro comercial”, no obstante trataré de hacerlo de la forma más breve y concisa posible, tratando de responder a todas sus preguntas a la vez”, dijo impacientemente

-“Hágalo, por favor”, respondió el Asesor amablemente.

-“Me pregunta cuál es mi concepto de la felicidad en la pareja, eso es muy difícil de responder. Para mí comprende: la necesidad asfixiante de estar juntos, las cosquillas en el pecho al mirarla, el compartir la emoción de ver a nuestras hijas convertidas en mujeres, la unión de la familia, el caminar tomados de la mano, los silencios eternos, las charlas, las risas, las miradas, el apoyo en los momentos duros, el coraje y el miedo. Disfrutar inmensamente de los viajes, las comidas, los recuerdos. Entender y aceptar que no somos perfectos y que eso es naturalmente perfecto, amarnos como somos, por lo que fuimos y por lo que seremos, aceptando nuestros errores, aprendiendo, cuidándonos. La felicidad es ayudarnos, no rendirnos, mantener la esperanza, confiar el uno en el otro ciegamente, tener sueños. La felicidad es lo que fui descubriendo a lo largo de estos treinta años, de los que no cambiaría ni un segundo de lo vivido, tal como lo vivimos. La felicidad para mi es el beso al despertar, los desayunos compartidos, los mimos que ayudan a dormirme, es pensar en todo lo que nos queda por vivir.”, dijo con la voz algo quebrada.

-“Me pregunta cuánto la amo, el amor es algo intangible,  no cuantificable. No puedo decir cuanto la amo, la amo, eso es todo. La amé desde el primer día, desde que supe que estaríamos juntos toda la vida. Estoy convencido que el amor no cambia, no se desgasta ni aumenta con el tiempo, se ama, con todo lo que eso significa. Me pregunta si podría dejar de amarla, y mi respuesta es que no, nunca.”, dijo en tono firme y seguro.

Pasaron algunos minutos en silencio, los pensamientos se agolpaban en su mente y los sentimientos parecían estallar dentro de su pecho, finalmente se dispuso a continuar respondiendo.

El Asesor lo interrumpió y le dijo que con eso era suficiente, se tomó unos segundos para reflexionar y mientras alisaba su barba comenzó a ofrecer su consejo.

-“En base a las respuestas que me dio y aquellas que pensaba darme, mi consejo es que cualquier presente que usted elija será el correcto, siempre que exprese conjuntamente sus sentimientos. Puede ser desde una joya hasta un ramo de flores, una prenda de vestir o un poema. Si usted no se considera un poeta, pruebe con un relato. Además, estoy seguro que el mejor de los regalos para este aniversario ya lo han recibido”, dijo el hombre del escritorio incorporándose brevemente y ofreciéndole la mano como despedida.

Comenzó a caminar hacia una de las salidas del centro comercial, apenas había andado un par de metros cuando se volvió para saludar al Asesor y no pudo verlo. Tal vez por la escasa iluminación sus ojos cansados no distinguían nada al final del pasillo, el hombre ya no estaba allí, no había escritorio, ni lámpara, ni cartel.

Pasó nuevamente frente a todas las tiendas, pero esta vez no se detuvo en ninguna, no volvió a ver los carteles que indicaban la ubicación del Asesor de Regalos, intrigado y confundido, volvió a su casa y se puso a escribir este relato.

Feliz aniversario.


Víctor M. Litke, Madrid 17 de septiembre de 2013



miércoles, 19 de junio de 2013

Como todos los viernes

Entró al bar de la calle Montevideo al seiscientos como todos los viernes desde hacía cuatro años. Daba la impresión de que la lluvia que caía implacablemente afuera lo hubiera elegido entre todos los peatones que buscaban refugio desesperadamente para no mojarlo, tal vez sorprendida por ese paso lento y distraído que la ignoraba desafiante.

Buscó la mesa de siempre, aquella que parecía predestinada a ser el mudo testigo de esos encuentros clandestinos. Estaba apartada, casi detrás de una columna que aportaba el manto de privacidad que correspondía al momento.

Saludó con un tímido ademán, casi imperceptible, al mozo que liberaba varias mesas de los restos de furtivos almuerzos, haciendo equilibrio con una pirámide de tazas de café vacías sobre su bandeja. No le prestó ninguna atención y siguió con sus quehaceres sin responder al saludo.

Colgó su abrigo en el perchero junto a la columna y se sentó, como todos los viernes mirando hacía la puerta de entrada esperándola ansiosamente.

El ruido del local disminuía notablemente con el paso de los minutos, eran casi las tres y media de la tarde y la gente apuraba sus tareas para comenzar a vivir el ansiado fin de semana.

Era el momento perfecto para su cita semanal, estaba nervioso y no dejaba de mover sus piernas por debajo de la mesa y de dar golpecitos rítmicos con sus manos sobre el mantel manchado con alguna muestra del menú del día.

Hacía media hora que estaba esperando, nadie le preguntó si quería beber algo, nadie pareció reparar en él. Era lo que le gustaba, pasar desapercibido al resto de los mortales, solo quería ser visible para ella.

Pasaron otros quince minutos y finalmente la vio empujar la puerta del bar con el codo de su brazo derecho cargado de carpetas. Su corazón dio un salto, la sangre comenzó a recorrer su cuerpo a una velocidad de vértigo, llevando calor y color a su cara. Esa cara que ahora mostraba una gran sonrisa y unos ojos brillantes y felices.

Estaba vestida con un traje gris topo y una blusa blanca, la falda a la altura de las rodillas y zapatos de tacón alto negros, a juego con el bolso y el maletín que sujetaba con su mano izquierda.

Uno de los mozos se acercó y la saludó amablemente. Comentaron algo sobre el tiempo, la lluvia que había cesado momentáneamente y la temperatura para el fin de semana.

Como todos los viernes, el mozo la acompañó hasta su mesa, aquella del rincón junto a la columna donde él estaba, le apartó una silla para que depositara su bolso y su maletín, y luego otra para que se sentara. Se volvió hacia el mostrador y al cabo de un minuto regresó con un capuccino bien espumoso y un platito con algunos amarettis.

Quedaron solos y en silencio.

Él no dejaba de mirarla, no podía apartar la vista de esos ojos entristecidos, de ese cabello castaño algo desordenado a estas alturas de la jornada, de su fino y largo cuello.

Respiraba el mágico aroma de su perfume, aquel que perduraba en su mente después de cada encuentro y lo ayudaba a sobrevivir al calvario de los seis días siguientes.

Estuvo a punto de extender su brazo y acariciarle la mano pero se contuvo.
Ella abrió una de sus carpetas y se puso a repasar vagamente su contenido al tiempo que revolvía mecánicamente su bebida.

Ya casi no había gente dentro del bar, incluso la luz del día parecía querer despedirse, amedrentada por los gruesos y obscuros nubarrones que amenazaban con descargar otra tanda de espesa lluvia.

Al cabo de un rato el mozo volvió a acercarse a la mesa y cambió la taza vacía por otro capuccino y más amarettis.

A él le hubiese gustado pedir un café y un coñac para combatir el intenso frío que sentía, pero no se animó. Quizás si el mozo le hubiese preguntado, se lo hubiese pedido.

Ella seguía ensimismada en su lectura y él en contemplarla. Era lo más parecido a la felicidad que conocía.

Quiso decirle que estaba hermosa, que la había extrañado mucho, que le gustaría dar un paseo bajo la lluvia de su mano, que la amaría hasta la eternidad. Quiso, pero no dijo nada.

Ella también se mantuvo callada, casi sin mirarlo. Cada vez que ella alzaba la vista, parecía perderse en un horizonte más allá de su presencia.

El se sentía feliz, pero ella parecía triste.

Una de las paredes del bar, la más próxima a su mesa, estaba decorada por láminas enmarcadas de obras de Pizarro, Monet, Seurat y otros impresionistas, que él ya conocía de memoria hasta el último de sus detalles. En otra, que formaba ángulo con la primera, había un gran reloj que señalaba casi las seis de la tarde. No quedaban más clientes que ellos.

Ella alzó la vista en dirección al mostrador y ese solo gesto bastó para que el mozo se acercara con el ticket de la consumición. Ella le alcanzó un billete y con su suave y dulce voz le indicó que guardara el cambio.
Ordenó sus carpetas y volvió a sujetarlas con su brazo derecho al tiempo que tomaba con su mano izquierda las asas del maletín y la correa de su bolso.

El mozo le abrió diligentemente la puerta y la despidió amablemente, con un aire de respetuosa confianza y volvió a la mesa para retirar el servicio. Se ocupó además de quitar el mantel y procedió a colocar sobre la mesa, una a una y con las patas hacia arriba, las cuatro sillas de madera.
Como todos los viernes.


Víctor M. Litke, Madrid 2013


jueves, 9 de mayo de 2013

Tal vez….quizás


Tal vez si hubiese estado menos borracho le habría llamado la atención que su hijo de 14 años regresara de la feria del pueblo con dos cachorros de pitbull en una bolsa.
Quizás si hubiese leído alguna vez algún libro o un periódico, o ido alguna vez al cine le habría llamado la atención que su hijo de 14 años bautizara a sus mascotas con los nombres de Dick y Perry (asesinos de una familia de Kansas a finales de la década del 50, famosos protagonistas de la novela de Truman Capote In Cold Blood que la Columbia P. transformó en película).
Tal vez si no lo hubiese odiado, ignorado y maltratado desde que su esposa los abandonara una madrugada de primavera le habría llamado la atención la forma en que su hijo de 14 años entrenaba a aquellos perros.
Quizás si hubiese bajado su escopeta de la camioneta hubiese podido matar a esos salvajes antes que le destrozaran el cuello y no le habría llamado la atención la cara de satisfacción de su hijo de 15 años al verlo morir desangrado en el porche de la casa.

Víctor M. Litke, Madrid 2013

miércoles, 27 de febrero de 2013

El “chino” Faigao


Gracias al “chino” Faigao muchos aprendimos a ubicar el archipiélago filipino en el mapamundi antes de estudiarlo en geografía.
Su padre nació en la isla de Bantón y como la mayoría de sus parientes se hizo marinero ni bien cumplió los dieciséis, embarcado en buques de las más variadas banderas recorrió gran parte del mundo hasta que conoció a una camarera argentina en un bar de San Telmo y nunca más abandonó Buenos Aires, salvo por alguna escapada de vacaciones a Córdoba o a la costa.
Aprovechando los conocimientos de tantos años en el mar, la ayuda estatal y bastante suerte, se hizo dueño de un puesto de pescado en las ferias de Villa Urquiza y Villa Pueyrredón.

El “chino” era hijo único, vivía con sus padres en una casa “tipo chorizo” en la calle Gabriela Mistral casi esquina Argerich, y compartió con nosotros los primeros años de secundaria hasta que tuvo que dejarlo para ayudar a su padre con el puesto.

Obviamente su apodo le venía por la forma “exótica” de sus ojos (heredada de su padre) y gracias a esa facilidad de simplificación que nos caracteriza a los porteños o a los argentinos en general para poner sobrenombres: “Chino” es cualquiera que tenga los ojos rasgados.
Pero lo exótico de los ojos del chino Faigao no sólo tenía que ver con la forma, sino con el color azul claro que tenían (heredados de su madre), lo que lo transformaban en un raro espécimen, sobretodo para las chicas.
Para nosotros, los varones, el chino era uno más de la barra y nos dio pena cuando se tuvo que ir del cole. Nos seguimos viendo algún tiempo más, en un par de campeonatos de futbol que jugamos en las canchas de Constituyentes y General Paz, detrás del “gasómetro”.
Era un buen pibe, trabajador y leal con los amigos. Siempre alegre y prendido en las jodas. Sin maldad.

Como suele pasar, con el tiempo dejamos de compartir actividades con personas que formaron parte de nuestra adolescencia. Nuevas ocupaciones, otros lugares, otras personas, trabajos, novias, esposas o hijos te van separando.
Aunque te esfuerces en mantener los contactos o en juntarte cada lustro en algún asado, las cosas que tenías en común dejan de serlo y a veces estos encuentros se van transformando en un compromiso incómodo, y cuando te das cuenta dejás de participar y te vas olvidando de la última vez que viste a fulanito o a menganito.

En la reunión que hicimos para festejar los quince años de egresados, me contaron que el viejo del chino había fallecido, que la vieja estaba muy enferma, que él se hizo cargo del puesto de la feria y que las cosas no le iban nada bien. En esa época pensé que debía contactarlo para brindarle mi apoyo, algo que fui postergando día tras día hasta que dejó de ocupar mis pensamientos.
No fue nada premeditado, supongo que una cuestión de prioridades. En ocasiones dejamos que cualquier trivialidad tenga más importancia para nuestra vida que los afectos, normalmente nos damos cuenta de este error cuando sufrimos alguna pérdida, y ya es tarde para remediarlo.
Pero a veces, hay situaciones extraordinarias que nos dan la oportunidad de reflexionar y reacomodar nuestra escala de valores.

Hace cosa de dos meses atrás, volvía a casa una noche después de jugar al futbol cinco con los chicos de la oficina. Serían cerca de las diez y estaba realmente cansado, acalorado, hambriento y bastante “mufa” porque habíamos perdido el partido y quedamos eliminados del torneo interempresas.
Mientras esperaba que el portón del garage terminara de abrirse, con la cabeza apoyada en el marco de la puerta del coche, a través de la ventanilla baja intentaba adivinar el tiempo que haría al otro día, cuando un tipo que apareció de la nada me apoyó un “fierro” en la frente y me dijo que si me quedaba quieto y tranquilo no me pasaría nada.
Todo ocurrió en muy pocos segundos y casi no tuve tiempo de reaccionar. No quería hacerme el héroe pero bajo ningún concepto ese tipo entraría en mi casa y pondría en peligro a mi esposa y mis hijos. Lo único que atiné a hacer de forma inmediata fue apretar el botón de cierre en el mando del portón del garage.

Después, de la manera más calmada que pude, le dije que se llevara el coche y todo lo que tenía encima. Hasta ese momento casi no lo había mirado, pero me llamó la atención que aflojó la presión del cañón del revólver sobre mi cabeza, y que se había quedado mudo.
Cuando lo miré, vi que estaba vestido con ropa oscura y llevaba un pasamontañas que sólo dejaba visible su boca y sus ojos.
Después de escudriñar en todas las direcciones para verificar que nadie estaba siendo testigo de la situación, me miró fijamente a los ojos y en ese momento mi mente repasó escenas de una adolescencia compartida. Sus inconfundibles ojos resaltaban detrás del pasamontañas negro.
Nos quedamos mirándonos unos segundos y de pronto toda la tensión que yo sentía se esfumó, el miedo dio paso a otros sentimientos y hasta a cierto grado de culpa.
Él bajó el arma, me pidió perdón y se fue corriendo, desapareciendo en la nada en la que había llegado.

Después de ese episodio, intenté contactarlo, esta vez con más empeño e interés que hace unos años, pero no tuve éxito, la vieja casa de Gabriela Mistral era ahora un edificio de siete plantas y el puesto de pescado en las ferias de Villa Urquiza y Villa Pueyrredón había desaparecido hace años.

Esa noche fue la última vez que supe algo del “chino” Faigao.


Víctor M. Litke, Madrid 2013